Por Liz Puma Almanza
Podemos dividir nuestra lectura de la coyuntura electoral en dos grandes porciones de realidad: la que quisiéramos que se dé y la que se da. La que se da es la que miramos, leemos y sentimos todos los días, una lógica más ligada a la confrontación, al ataque, a la anulación del “enemigo” político. A la sensación de confusión, de farsa, de fraude, como dicen algunos. La que quisiéramos que se den apelaría más bien a una lógica del diálogo, de la confrontación de ideas, de programas. Nuestros votos dirigidos a los que, confrontado ideas salen airosos y ganan el favor del voto popular. Una política más ligada a la pedagogía del diálogo, una política que es confrontación, pero a la vez cooperación. Una política que valora el debate, la polémica, el disenso, pero también el consenso. Una política que vaya asociada al diálogo.
El acto electoral determinará quiénes serán nuestros gobernantes por los siguientes 5 años y cómo se restructurará el poder en consecuencia. Muy probable que el candidato que salga elegido no lo haga necesariamente con una mayoría parlamentaria que le sirva de soporte en la arena legislativa y poner en marcha las reformas institucionales o constitucionales que se propone; y de hacerlo igual será clave que la Asamblea Legislativa se convierta en una arena del disenso constructivo y el consenso.
Para aterrizar en políticas públicas viables los temas planteados por los candidatos como son: sueldo mínimo, renegociar los contratos del gas, cómo ordenar territorialmente el país, seguridad, educación, corrupción, salud, crecimiento económico. Requerirán un alto consenso político, calidad en las discusiones, negociaciones entre bancadas y el compromiso de impulsar las iniciativas aprobadas en las comisiones del congreso, sino nos quedaremos con una cartera de buenas intenciones que duermen el “sueño de los justos” en las comisiones por la falta de voluntad política.
De nuestro lado más que ir alentando la confrontación habría que ir alentando el consenso, la capacidad para ponerse de acuerdo, para construir alrededor de un objetivo común. No veo saludable atizar el miedo en torno a ¡Uy! Qué miedo el parlamento fragmentado que se nos viene, sino ir comprometiendo a los candidatos congresales que aporten lo mejor de ellos para construir seriamente y no generar impasses como el ocurrido con la Ley electoral y las consecuencias de su aplicación. Recuerdo que en una reunión de presentación de propuestas de los candidatos al congreso mencionaban que, si solo los congresistas “provincianos” que suman 94, se pondrían de acuerdo en impulsar el proceso de descentralización fiscal estaría de “viento en popa” y no estaríamos llorando por el proceso de recentralización que se ha venido dando en los últimos años.
La política peruana tiene que renovarse no solamente en los aspectos institucionales y normativos, sino también en la conducta, en lo cotidiano de ella. Nuestra democracia se tiene que alimentar de nuevas actitudes y voluntades que busquen integrar y no fragmentar, que profundice el debate, pero que con la misma vehemencia y energía construya acuerdos de cara al interés general. De qué nos puede servir innovar todos los aparatos institucionales si igualmente el nervio, el músculo, la sangre que los habitan siguen siendo indolentes con el diálogo y el consenso. No va haber una voluntad suprema la que cambie esto, el cambio debe venir de los mismos actores, los que están dentro del escenario oficial y desde las calles. La democracia es el régimen que se nutre del conflicto, pero también de la cooperación en la misma medida. La política en el Perú, tiene la oportunidad de convertirse en la arena para la pedagogía del diálogo.